Exposición / Museo
Jeff Koons
26 nov 2014 - 27 abr 2015
El evento ha terminado
Esta retrospectiva pretende hacer balance de una «gran obra» incontestable, indisociable ya de quien la ha modelado.
En 1987, bajo el impulso del gran Walter Hopps, director de la Menil Collection de Houston, el Centre Pompidou reunía en una exposición colectiva con un título escalofriante —«Les Courtiers du désir» («Los comerciantes del deseo»)— a cinco artistas entre los que se encontraba un joven de treinta y dos años, encantado de participar: Jeff Koons. En 2000, en una exposición colectiva titulada «Au-delà du spectacle», invité al Centre Pompidou, con la complicidad del no menos grande Philippe Vergne, a un hombre maduro de cuarenta y cinco años, que seguía encantado de participar: Jeff Koons. Ahora, bajo la intervención de Scott Rothkopf y de mí mismo, nuestra institución consagra a un hombre veterano de cincuenta y ocho años, aún más encantado por la celebración de esta retrospectiva: Jeff Koons. Ya han pasado veintisiete años desde que Rabbit vino al Centre Pompidou y, desgraciadamente, se volvió a ir. El autor del famoso muñeco de acero inoxidable se ha convertido en uno de los artistas más famosos y más controvertidos de la escena del arte contemporáneo. Uno de esos sobre los que se vierten las frases más crueles, hasta el punto de que cabe preguntarse si se está juzgando a la obra o al mito de un hombre convertido en personaje.
Esta retrospectiva pretende hacer balance de una «gran obra» incontestable, indisociable ya de quien la ha modelado. Porque, antes de hacer cualquier comentario, el proyecto de Jeff Koons es la historia del sueño americano. Una obra pragmática y absolutamente positiva, un reto alegre en un mundo lleno de altibajos, una visión lúdica, sin duda, aunque más subversiva de lo que parece, algo que su autor evita decir. Jeff Koons ha copado los titulares en más de una ocasión a lo largo de unos treinta y cinco años, algo íntimamente ligado con su práctica. De los primeros objetos totalmente infantiles a las figuras arquetípicas de acero policromado presentes en instituciones públicas y fundaciones privadas; de las imágenes publicitarias metamorfoseadas en cuadros a los regalos de empresa convertidos en trofeos de las mejores subastas; de la publicidad de las «master classes» obsequiadas a los niños atentos en revistas arte a las imágenes pornográficas que encarnan, para el artista, «el amor y la espiritualidad»: la obra de Koons no ha dejado de desafiar el juicio y el gusto, de estimular el deseo por afirmar su valor icónico y simbólico.
Esta primera retrospectiva europea en el Centre Pompidou se antojaba necesaria para juzgar sus piezas. El visitante podrá comprobar que este artista no ha cesado, a lo largo de un trabajo obsesivo, de unir a artesanos y fabricantes para la realización de piezas cada vez más ambiciosas técnicamente. De los primeros ensamblajes que buscaban una síntesis entre pop y minimalismo a los moldes de escayola decorados con adornos para parques y jardines: Koons ha querido enmarcar su proyecto a lo largo de sus series dirigiéndose a todo el mundo para intentar reconciliar arte moderno y cultura popular en una celebración de contrarios por fin reunidos.
Porque la ambición de este artista es mayúscula. Y no solo inmensa. Aunque Koons, como sabemos, no menosprecia el peso físico, simbólico y majestuoso del monumento. En realidad, desea encontrar un fallo en las paradojas de un discurso teórico que a menudo, en la modernidad, solo ha encontrado justificación en la oposición que cree tener con el poder. Koons encuentra aquí un reto, incluso supone un vuelco.
Han pasado varias décadas. Estados Unidos se ha tambaleado y Jeff Koons parece guardar un irremediable optimismo. Integridad y autenticidad, aceptación de sí mismo y diálogo, confianza y responsabilidad: en la práctica de Jeff Koons encontramos sin duda algo de Dale Carnegie y su método para «hacer amigos y tener influencia en la gente». Y si la promesa de felicidad, que tantas veces nos ha fallado, llegara a cumplirse, es probable que nuestro artista quisiera erigirse en su portavoz. ¡Enjoy!
Bernard Blistène – Los artistas de Chicago —poco conocidos en Europa y en Francia— han sido muy importantes para usted. ¿Puede comentarnos su influencia?
Jeff Koons -– Cuando era estudiante de arte, visité el Whitney Museum un sábado por la tarde. Mi escuela estaba en Maryland: fui hasta Nueva York en tren y visité una exposición de Jim Nutt. Se trata de un «imagista» de Chicago. ¡Sus pinturas eran tan nuevas para mí! Exponía trabajos de los años 60 y 70. Había pinturas en metacrilato, con un lado pop, aunque también tenían un fuerte potencial narrativo, algo un poco surrealista. Como joven artista, era lógico que yo intentara comprender cómo desarrollar mi propia iconografía, uniéndola al pop art e instaurando un diálogo más abierto con el mundo exterior. Acabé mudándome a Chicago, donde conocí a Jim Nutt, y nos hicimos amigos de Ed Paschke, al que Jim ayudaba en su taller. Ed Paschke es otro artista que ha tenido una enorme influencia en mí. Me ayudó a comprender que se puede crear un diálogo, unas raíces profundas, una iconografía personal, que se puede empezar un contacto con en el campo de lo objetivo.
BB – ¿Todo esto forma las raíces americanas de su trabajo?
JK – Estos artistas me ayudaron a superar mi vinculación con el dadaísmo y el surrealismo, a desarrollar una iconografía personal, a comprender los sentimientos y la manera en que se puede conseguir que el público sienta ciertas sensaciones, y a darme cuenta de que quería ir más lejos. Tras pasar un tiempo en Chicago, volví a Nueva York, porque necesitaba una mayor conexión con el arte europeo, entre otros con Fluxus, que me interesaba... Quería erigirme en defensor de las ideas en su forma pura.
BB – A menudo cita a Fluxus y su influencia en su trabajo o en su proceso de creación, aunque he de decir que físicamente, visualmente, no hay ninguna relación entre el trabajo de sus orígenes y lo que Fluxus hacía en ese momento.
JK – Puede que eso tenga que ver con una cierta vanguardia. En Fluxus encontramos esa tradición de las vanguardias y de los artistas que reivindican, que creen en la reivindicación, que crean su propia realidad.
BB – Pero usted nunca ha hecho eso. ¿O quizás al principio?
JK– Cuando hice mi conejo hinchable [Inflatable Flower and Bunny(Tall White, Pink Bunny), 1979] y mis flores hinchables, era quizá desde una óptica similar. Pero bastaba con ser consciente de este tipo de cosas, de diálogos, o de hablar con otros jóvenes artistas de la época. Deseaba que mi trabajo no se fundara en el arte subjetivo, con lo que había soñado la noche anterior, deseaba que se tratara de un lenguaje más universal.
BB – Aunque usted se preocupaba más de conseguir una alianza entre el pop y el minimalismo. Estaba más implicado en los grandes movimientos que nacían de la cultura americana...
JK – Estoy de acuerdo. Aunque era consciente de todo cuanto hacían: George Maciunas, Ben, Yoko Ono y muchos otros.
BB – Cuando habla de este tipo de movimientos, habla de vanguardias. Repite a menudo que la vanguardia es muy importante para usted. ¿Qué espera de ella? ¿Se siente usted, por así decirlo, un artista de la «neovanguardia»?
JK – Sí, me siento relacionado con las vanguardias, sin duda. Yo, que no sabía nada sobre arte, que no tenía conocimiento alguno sobre historia del arte, de repente voy a una escuela de arte y adquiero todas esas bases, comprendo cómo un artista se puede implicar con su comunidad, compartir ideas, debatir, crear su propia realidad. Uno puede crear su propia vida, ¿sabe? Uno puede cambiar su universo y el de su comunidad. Es una manera de vivir, de creer sinceramente en algo. Así empecé a definir las vanguardias. Y quería participar. Eso significa compartir, dialogar, participar de ese diálogo... [...]
BB – Las vanguardias siempre han estado «contra», contra algo, contra la sociedad, el sistema político, la coyuntura. Ha intentado cambiar la marcha del mundo, en cierto modo. Su trabajo va en dirección totalmente opuesta.
JK – Mi trabajo es contra la crítica. Combate la necesidad de una función crítica del arte y busca que se anule el juicio, para que podamos mirar el mundo y aceptarlo en su totalidad. Se trata de aceptarlo como es. Si lo hacemos así, borramos cualquier forma de segregación y de creación de jerarquías. […]
BB – A finales de la década de 1970 vivía en Nueva York. ¿Puede hablarnos sobre el contexto que había cuando empezó a exponer su trabajo?
JK – Al llegar por primera vez a Nueva York era un extranjero, estaba totalmente en la periferia. Cuando diseñé las flores hinchables o las obras en las que usaba esponjas, puede que alguien como Richard Prince o Holly Solomon, galerista de Nueva York, pasara por mi taller, pero era una excepción. Pensaba que mis primeras creaciones hablaban demasiado sobre mi propia sexualidad: pensaba que crear algo objetivo equivaldría a abandonar todo cuanto se me pudiera asociar. Entonces hice The New. Se trata de una serie hecha con aspiradoras que se expuso en varios lugares alternativos, entre ellos Artists Space y White Columns, siempre en la periferia. Nadie me compraba nada. Tuve que volver a vivir a casa de mis padres. Cuando volví de nuevo y empecé a destacar, la escena artística del East Village empezaba a aparecer. […] Ya había vivido todo tipo de aventuras, así que tenía cierta credibilidad para las nuevas generaciones. Volví en ese momento y me dije: «Si me tengo que ir de Nueva York, estoy jodido», ¿entiende? Me recuperé, volví y expuse la serie Equilibrium. Las cosas me empezaron a ir bien a partir de entonces.
BB – Usted es un artista figurativo por numerosas razones. ¿Nos lo puede explicar?
JK – Me gusta la manera de comunicar del arte figurativo: la gente, yo mismo, nos identificamos con las formas. Se trata de la vida humana, la manera en que identificamos las cosas, no se trata de una forma de abstracción: implica a nuestro cuerpo y nuestra alma. Creo que fijo las cosas en la vida de manera sistemática para mejorar nuestra experiencia personal. Deseo mejorar mi vida. Quiero tener una vida más vasta, más amplia, vivir experiencias más profundas. Por tanto, siempre pretendo que mi trabajo aborde qué significa ser humano. ¿Cómo puedo evolucionar de manera más significativa?
BB – ¿Se le puede definir, por tanto, como un «artista figurativo»?
JK - Sí. Trabajo con elementos muy figurativos. Creo que mi trabajo, en conjunto, es abstracto por su manera de funcionar sobre muchas nociones distintas. Pero, en efecto, incorporo muchos elementos figurativos, y me gusta, porque me permite comunicarme.
BB – Su proceso de fabricación, que implica una gran tecnología informática y la participación de un taller importante, es cada vez más sofisticado. ¿Por qué?
JK – Utilizo la tecnología para estar seguro de que mi intención original se conserva en la propia base de un proceso que implica a varias personas. […] De este modo, no pierdo el control sobre mi visión; seguirá siendo fiel a lo que había imaginado. A veces, cuando otras personas se implican, se cambia de dirección, generalmente por eficacia y rapidez, así como por motivos económicos. Se trata de poder conseguir de algo, algo más de lo que uno había puesto. Tomar el camino más directo es una manera ideal de alcanzar el objetivo. Es lo que intento hacer en la medida de lo posible. Pero al intentar obtener resultados que se correspondan con mis expectativas, al crear una superficie pura sin alteración, es más difícil tomar ese camino directo. […]
BB – Eso que usted llama la «superficie pura» está relacionado con el contenido de su trabajo. Sus obras necesitan lo que usted llama «superficie pura». Por eso ha rechazado en varias ocasiones ciertos trabajos que le parecían imperfectos al verlos. ¿Podría hablarnos de ese concepto de superficie de las obras, de su significado?
JK – Intento ir tan lejos como sea posible. Al mirar algo, uno se puede perder en la abstracción durante un tiempo infinito. Mi primer recuerdo al respecto data de cuando fui a una fundición para desmoldar mi escultura Bob Hope. Se trata de una pieza de acero inoxidable, es casi un premio Óscar, una especie de recompensa. Al levantarla, vi que no habían integrado el fondo de la escultura. Les pregunté: «¿Por qué no habéis reproducido el modelo original?» Me contestaron: «Es un fondo. Nadie lo va a ver». En ese momento perdí la confianza en todo, porque quería poder constatar que el fondo era realmente idéntico al del modelo original. Quería que el espectador sintiera esa confianza, para que pudiese abandonarse, mantenerse inmerso en esa transformación, esa abstracción de la obra.
BB – ¿En esa situación, qué nos perdemos? ¿El poder de imitar?
JK – Nos perdemos esa fracción de segundo que nos permite continuar el diálogo. En lugar de eso, uno se dice de repente: «¿Qué hace aquí todo esto?». No se trataba de tomar algo y transformarlo, ya se había hecho. Se trataba de estar ahí con el objeto y saber que, yo mismo, como artista, os respeto, a ustedes, los espectadores, e intento mantener ese diálogo. […] Por eso presto atención a todos esos detalles, para que puedan estar con la obra, convertirla en una experiencia clara y pasar junto a ella tanto tiempo como sea posible.
BB – 35 años después, cuál es, a su entender, el tema de su trabajo?
JK – Lo que pretendo decir es que todo está ahí. Todo lo que nos rodea. Todo lo que existe en el universo está ahí. Todo lo que nos interesa está ahí. Si uno se concentra en sus ámbitos de interés, todo aparecerá por sí mismo, cada vez más cercano. Acabarás por darte cuenta de que todo está disponible. […]
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